El cadmio es uno de esos metales tóxicos y desconocidos hasta 1817 como buena parte de los artistas del Romanticismo y como ellos, sus virtudes no se apreciaron hasta mucho tiempo después.
De hecho, las baterías recargables de níquel-cadmio en las que se ha basado nuestra tecnología portátil dan cierto sentido a este renovado aprecio por un metal que sólo Alemania aisló durante el siglo hasta la Primera Guerra Mundial.
Fue descubierto de forma simultánea e independiente por los químicos Hermann y Stromeyer y se les ocurrió llamarlo así por el nombre latino del mineral calamina, el anticuado remedio basado en óxido de zinc para la picazón cutánea que debieron usar en grandes cantidades hasta detectar esta impureza. Tras mucho rascar, un metal resistente a la oxidación fue obtenido en cantidades residuales. La calamina deriva su nombre de Cadmeia o Tebas, la ciudad fundada por el héroe griego Cadmus, sobrino-nieto de Zeus, hermano de Europa y tatarabuelo de Semele, unida a Zeus para engendrar a Dioniso. Zeus entraba y salía en el árbol genealógico de Cadmus como las prendas de vestir en ciertas cadenas de ropa.
El cadmio no parece desempeñar ninguna función en la química vital de los organismos vivientes, aparte de calmar sus sarpullidos y las consecuencias de su intoxicación son lo suficientemente serias como para ponerse las pilas en caso de sospecha. O quitárselas, mejor. La sustitución por baterías de iones de litio ha reducido el uso del cadmio en ámbitos domésticos pero sigue en auge su utilización en paneles solares, procesos de centrales nucleares y televisores QLED. No obstante, la mayor asimilación de cadmio en los seres humanos se produce al fumar ya que las plantas de tabaco tienen cierta afición a coleccionar metales pesados del suelo. Tampoco se les puede culpar, si las van a cortar para quemarlas de todas formas…