Descubierto en 1861 por dos científicos alemanes conocidos por otras aportaciones más populares, el rubidio, al carecer de un mineral de donde se pueda extraer con cierta facilidad, nunca ha tenido gran interés para la industria hasta nuestra era.
Robert Bunsen, padre de la espectroscopía e inventor del mechero estrella de los químicos y Gustav Kirchhoff, que con su ley de las corrientes enseñó a los futuros electrónicos cómo hacer trampas con la física, tuvieron su momento de probar su nuevo espectroscopio de emisión de llama con todo lo que se moviera o no. Por aquel entonces, tomaron 150 kilos de lepidolita y consiguieron 360 gramos de rubidio, siguiendo un proceso que un año atrás les había permitido descubrir el cesio. En el espectroscopio, el nuevo elemento se mostraba con líneas de brillante rojo carmesí, así que, antes de que viniera cualquier Sith, le dieron el nombre de Rubidium, que como en el corindón rubí, hace referencia a su color, aunque sólo en su caso a nivel espectral.
El rubidio es un metal gris brillante violentamente reactivo, que en cuanto se expone al aire arde y se derrite por su propio calor de combustión, de manera que es necesario almacenarlo en ampollas de vidrio. No parece intervenir en las funciones vitales de los organismos, así que puede utilizarse como marcador, en especial con su isótopo Rb-82. Su uso para crear láseres de confinamiento magnético para condensados Bose-Einstein así como células de aprovechamiento de la energía termoeléctrica a partir del principio magnetohidrodinámico ha hecho despertar un intenso interés científico en él que hubiera ruborizado a sus detractores del pasado.