No es preciso ser un avezado lingüista para detectar que «fósforo» en griego tiene la misma traducción que «Lucifer» en latín, «portador de la luz», y sin embargo, que compartan etimología no significa que atiendan a los mismos conceptos.
En la tradición judeocristiana, al ángel caído Lucifer se le considera el mismo diablo, como antagonista de Dios-Yahvé, y su nombre denota su procedencia angélica no sin cierta ironía para un ser condenado a las tinieblas. La deidad menor griega Phosphorus, en cambio, era una personificación del lucero del alba, del planeta Venus, que no fue por tanto para los primeros astrónomos helenos el mismo astro que veían al atardecer, Hesperus. Fue la astronomía romana la que entendió que se trataba del mismo orbe y así, este y otros planetas del Sistema Solar reciben nombres de dioses romanos y no el de sus equivalentes griegos más antiguos.
No obstante, el fósforo es considerado el «elemento del diablo», pero se debe a su violenta y luminosa deflagración al contacto con el oxígeno del aire. Como material para encender fuego, el fósforo tiene un gran interés, así que se cubrió pequeñas cantidades de esta sustancia con cera para protegerlo de la atmósfera hasta el momento de la ignición, de ahí el término cerilla.
No todas las cerillas son de fósforo, pero se mantuvo este nombre como sinónimo, y etimológicamente concordaba, por ser un portador de luz.
Al no hallarse de forma aislada en la naturaleza, el por otra parte abundante fósforo, esencial en la química orgánica no fue identificado hasta 1669, cuando el alquimista alemán Hennig Brand en su búsqueda de la piedra filosofal e inspirado por una extraña inquietud, evaporó ingentes cantidades de orina hasta obtener un polvo blanco que ardía al aire con gran brillo y que llamó «phosphorus mirabilis», maravilloso portador de luz.
Feliz marzo; que sea portador de luz en estos tiempos oscuros.