El cobre siempre estuvo allí, como un regalo de los dioses, como un don de las estrellas. Un metal maleable y buen conductor, fácil de fundir y trabajar y con un brillo rosado que si bien no podía compararse al del oro o la plata, sólo andaba detrás de estos. Y de igual manera, después del oro del Sol y la plata de la luna, el cobre debía dedicarse al tercer astro más luminoso que es el planeta Venus. La tabla periódica demostró que los tres metales pertenecían al grupo 11 y que su distribución electrónica les proporcionaba esas propiedades químicas tan apreciadas.
Volviendo a la Antigüedad mediterránea, todos los pueblos comerciantes habían oído hablar de una isla donde el cobre abundaba y sus habitantes prosperaban bajo la protección de Afrodita, la forma griega de la diosa Venus. Esa isla se llamó Cyprus, Chipre y el metal de Chipre se conocía como «aes cyprium», de donde degeneró cuprum y nuestro cobre. El origen de la palabra Cyprus habría que remontarlo al griego minoico Kupurijo y existe una referencia a la escritura lineal B cretense del siglo XV a.C. Su significado en cambio, es desconocido, y podría volver a hacer referencia al preciado metal que allí era fácil de conseguir.
Por cierto que la etimología de la palabra cobrar nada tiene que ver con las monedas de cobre, y habría que buscar su origen en el doblete latino recobrar/recuperar y el verbo capio, coger. El cobre es uno de los elementos esenciales para la vida y es clave para los procesos de respiración aeróbica. Cuando los microbios que respiraban oxígeno se hicieron fuertes, se aficionaron para siempre al cobre, como cualquier cuprocleptómano de nuestros días.