Una etimología popular es un simpático fenómeno de paronimia donde el lingüista que todos llevamos dentro trata de relacionar dos palabras similares con un mismo origen, aunque el parecido sea por mera convergencia evolutiva. Así, un mineral cristalino amarillo-dorado llamado oropimente – de pigmentación áurea- se conocía también como azarnefe en español, lo que procedía del persa «zarnikh» a través del árabe. A los antiguos griegos les parecía «zarnikh» muy similar a su adjetivo «arsenikos», masculino, viril, por lo que decidieron que ese metaloide debía llamarse así en su idioma y a los que recibían el nombre de Arsenio, se les auguraba una masculinidad áurea.
El arsénico fue desde muy temprano utilizado como un discreto veneno cuyos síntomas eran más difíciles de percibir, por lo que no tardó en convertirse en el veneno de reyes y rey de los venenos, ya que el riesgo de represalia por magnicidio requería cierto sigilo. Sus aplicaciones como colorante alimenticio y del hogar incluían dar un tono verdoso a los caramelos y al papel de pared de las casas del siglo XIX. Cuando su toxicidad se hizo notoria en episodios como el envenenamiento por caramelos de Bradford de 1858, que causó la muerte de 21 personas al cambiarse por error el yeso que sustituía al costoso azúcar por trióxido de arsénico, comenzó a utilizarse como pesticida y como sustancia dopante para caballos de carreras. La ingeniería química siempre consigue abrir un camino para todo.
El arsénico, pese a sus efectos nefastos para los mamíferos, se utilizó como medicamento para la sífilis y sigue teniendo su interés en tratamientos para destruir células cancerosas; Paracelso tenía razón en que la diferencia entre un medicamento y un veneno es cuestión de dosis.