Habrá que comenzar indicando que nada de lo que se va a exponer pudiera ser considerado una broma, aunque, no obstante, así pudiera parecerlo. El concepto de broma como recurso cómico a expensas de la ingenuidad o desconocimiento de otra persona es posterior al Siglo de Oro donde se utilizaba para una molestia muy pesada, por analogía al delgado molusco bivalvo broma, que engordaba devorando la madera sumergida de los barcos a los que atacaba y en los que acababa generando vías de agua. El nombre de este lamelibranquio procede del griego antiguo βρῶμα, vrooma, y a su vez de la expresión «devorar» o «comida». Y es que en la Antigua Grecia nadie se tomaba en serio la comida rápida.
Pero incluso alguno manjares pueden ser hediondos, como ciertos quesos o vísceras y para ellos se usaba la palabra βρῶμος, vroomos, en el sentido de maloliente. Algún recuerdo pestilente les llegó a los académicos cuando apreciaron el tóxico olor del líquido elemento trigésimo quinto, aislado en 1825 por Carl Jacob Löwig y que, en consecuencia, se quedó en la tabla periódica como bromo.
El bromo es un halógeno líquido rojizo a temperatura ambiente, pero difícilmente se halla en estado puro dada su reactividad. Es altamente tóxico lo que no impide que, en trazas mínimas, se encuentre en los seres vivos donde desempeña una función poco conocida, tal vez ayudando a construir las membranas celulares. El envenenamiento por bromo se denomina bromismo, y el envenenador, lejos de ser considerado un simple bromista ha de pagar por sus actos, pues por etimología es redundante hablar de una broma pesada. Todas lo son, o nadie hubiera reparado en ellas o reparado los estropicios navieros de la temida Teredo navalis.