El 7 de Mayo de 1824, Ludwig van Beethoven estrenó su famosa Novena Sinfonía. Había perdido completamente el oído y otro director ayudante guiaba realmente la orquesta y excepcionalmente hasta entonces para una sinfonía, que eran composiciones puramente instrumentales, un coro y las voces solistas. Una de aquellas cantantes tocó en el hombro de la chaqueta verde a Ludwig para que dejara de agitar los brazos y se diera la vuelta; el público aplaudía con entusiasmo en el Kärntnertortheater, el desaparecido Teatro de la Puerta Carintia en Viena; la adaptación del poema de Schiller «An die Freude», «Oda a la Alegría» había sido todo un éxito.
Su esfuerzo le supuso a Beethoven volver a trabajar con cantantes, ya que odiaba la ópera con todas sus fuerzas. Su única contribución, Fidelio (originalmente «Leonora o el Triunfo del Amor Conyugal»), sufrió tantos cambios que a veces se cita como Leonore 1, 2 o 3 según la versión, aunque se trata de la misma historia ubicada en Sevilla y cuya protagonista Leonora se disfraza como el guardián Fidelio de la prisión donde su esposo está condenado a muerte. Beethoven no le veía ningún sentido a los dramas musicales y eso que nunca llegó a asistir a una sesión de «Cats».
Volviendo a la novena y última de sus sinfonías, su tema melódico parece inspirado por su maestro Mozart, del Ofertorio en re menor KV222 y aunque usó el poema de Schiller para la letra del final con voces, tuvo que añadir numerosos cambios para que encajara con aquella música secretamente homenajeada. Se sospecha que Schiller quería llamar a su poema «Oda a la Libertad», «An die Freiheit», pero eso sonaba tan subversivo, que hubo de conformarse con la alegría, Freude.
Y sin embargo, ¿no es una fuerza mucho más poderosa la alegría que la libertad? En 1941, el presidente Franklin Delano Roosevelt pronunció el discurso de Las Cuatro Libertades. Norman Rockwell, el pintor amado de América las inmortalizó en cuatro cuadros magistrales: Libertad de Expresión, Libertad de Credo, Derecho a una vida digna y Derecho a vivir sin miedo. En 1948, la ONU promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, auspiciada por la expresidenta viuda Eleanor Roosevelt, recogiendo el espíritu de esas cuatro libertades entre otras muchas que, no por reconocidas, son tantas veces menospreciadas. No obstante, por encima de todas las libertades, en mayor o menor grado de subjetividad, existe la fuerza irrefrenable e incondicional de la alegría – y llamémosla ya por su verdadero nombre que es felicidad.
Los humanos -incluso el hosco Beethoven- rara vez nos deseamos libertad, es un concepto muy relativo, pero siempre nos agrada un deseo sincero de felicidad.
Feliz bicentenario.
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