Recientemente los generadores de noticias – cabe dudar de que se tratara de periodistas humanos- alertaban de la animadversión que la obra Dune del irreverente Frank Herbert ocasionaba en el casi místico J.R.R. Tolkien. El origen de tal afirmación es un comentario a medias en el que Tolkien prefiere no entrar en detalle para no perjudicar a un compañero escritor en activo, pero parece bastante obvio que sus conceptos del orden y la civilización son tan dispares como cabía esperar entre generaciones consecutivas.
El tercero en discordia es Hayao Miyazaki, de quien, tras ganar su segundo óscar en competición, lo más relevante que destacaron estos medios de difusión de titulares es su repulsa por la obra de Tolkien. Las visiones del mundo de Miyazaki y Tolkien están mucho más alineadas que con la de Herbert y convergen en aspectos importantes como la defensa de la naturaleza y de los valores tradicionales en la vida de las personas. Aunque puede ser fruto de interpretaciones poco fundadas del maestro japonés, siempre ha mostrado su repulsa por el maniqueísmo occidental y la necesidad de señalar sin ambages el bando positivo y el negativo de una contienda para ilustrar al ignorante espectador. Miyazaki prefiere contar historias donde no es tan sencillo establecer bandos, como en El Viaje de Chihiro o Ponyo o incluso donde hay tantos partidos que se rompe la dicotomía en una vorágine de intereses, como en Nausicäa o Princesa Mononoke.
Al fallecer Herbert en 1986 es probable que no tuviera acceso a la primera parte de la obra del japonés para cerrar este bucle, pero quedó claro que odiaba la adaptación de Dune de 1984 de David Lynch. La densidad literaria de Dune no se aligera ni con los propulsores del Barón Harkonnen, así que si bien Denis Villeneuve ha progresado espectacularmente en la recreación del Universo ideado por Herbert, la versión del Lynch no es totalmente carente de valor, aunque el propio Lynch reniegue de ella, lo que, por otra parte, da un buen punto final a esta cadena de odio y disgusto.