Dentro de los temas recurrentes más absurdos del mundo de la ópera está el de los personajes sin nombre, que, para mayor incongruencia suelen dar título a la obra general. Con sólo que los cantantes se asomaran a los programas de mano, a los carteles publicitarios o a la página web del teatro, se evitarían horas de incertidumbre y malentendidos.
Lohengrin, es un caballero de la muy artúrica Mesa Redonda, hijo de Parsifal o Percevan, que puede ejercer de caballero freelance (con lanza independiente en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor) mientras no comprometa su identidad secreta. En lugar de un murciélago o una araña, usa un edredón flotante de cuello largo como emblema, pero en vez de Swanman es sencillamente El Caballero del Cisne o “El Defensor”. Su damisela en peligro es Elsa de Brabante, acusada de la desaparición de su hermano menor, heredero del ducado. Y por supuesto que Lohengrin salva en la justa el honor de la doncella y ésta le da gustosamente su mano y lo que tira de ella en premio.
Sin embargo, donde otros pondrían “y fueron felices y comieron perdices” Wagner decide estirar el argumento. La cláusula de absurdidad argumental necesaria implica que Elsa nunca podrá preguntarle el nombre a su esposo. Si bien pudieran llamarse “Pichurri” y “Costillita” hasta el fin de sus días, la curiosidad sería demasiado fuerte. Generalmente, cuando procede de un personaje masculino, se trata de una sana ansia de conocimiento y aventura. En cambio, el estereotipo de la curiosidad femenina nos desahucia del Paraíso, hace escapar todos los males que había en una caja, mata a Descartes de pulmonía en la fría corte de Cristina de Suecia, e incluso mata gatos.
De Lohengrin se extrae la pieza de Wagner más conocida de todo su repertorio, aunque no se asocie con él salvo para distinguirla de la de Félix Mendelssohn: la célebre Marcha Nupcial, ideal para el primer bloque de la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones).