En 1997 las condiciones económicas del estudio Ghibli permitieron a Miyazaki crear la película que siempre había querido hacer con los medios que requería, como el equivalente a Fantasía para Walt Disney en 1940. Si bien la gran Rumiko Takahashi, posiblemente la autora que mejor ha explorado el género fantástico en el periodo Muromachi, ha sabido desplegar con Inuyasha una epopeya de dimensiones épicas, la Princesa Mononoke de Miyazaki no se queda rezagada en su retrato de un Japón medieval mágico donde demonios y cruentas batallas tratan de decantar el fiel de la balanza entre bandos rivales.
Sin embargo, mientras en Inuyasha se trata de una lucha entre el bien y el mal, los conceptos de Miyazaki nunca son tan maniqueos. La sociedad primitiva y natural, protegida por entes místicos combate con la civilización industrial fundada por supervivientes del Imperio, que tratan de rehacer sus vidas luchando contras los prejuicios que les llevaron a su exilio. Hasta allí sería similar al enfrentamiento de La Flauta Mágica de Mozart, donde el presunto antagonista atiende a razones legítimas. Además, guerreros samuráis y emisarios del Emperador irrumpen en la escena como un nuevo frente, al que se añade el verdadero protagonista de la película, el príncipe Ashitaka.
Ashitaka era el título original de la película, y el hilo conductor se basa en la evolución de este personaje, que a diferencia de Mononoke, está tratando de entender todas las facciones del conflicto y, de paso, encontrar la cura para la maldición que le está consumiendo.
La violencia de las escenas de Mononoke, más comunes en el cine de Otomo o en el propio Inuyasha que en el de Ghibli, trata de crear un ambiente de destrucción de una era ya de por sí convulsa y degradada por las guerras civiles y la pérdida de las tradiciones simbolizada en el Espíritu del Bosque.