Desde los juegos muniqueses de 1972 en los que el perro salchicha Waldi irrumpió en el merchandising olímpico, las mascotas han llenado un vacío que probablemente antes no existía. Mención aparte merecen las dos insignias de los dos juegos de la Guerra fría, el osito Misha, de Moscú’80, creado por el ilustrador de cuentos Chizhikov y protagonista de una conocida serie japonesa, y el águila Sam, de Los Ángeles’84, diseñado por los estudios Disney, así como el resto de la parafernalia olímpica de ese año.
Tras años de incertidumbre estética, el principal comentario de las mascotas de Sochi 2014 es que parecen normales, léase “convertibles en peluche sin que un niño se saque un ojo”. Son las primeras elegidas por votación popular una vez eliminados elementos, que el sentido común de la Madre Rusia filtraría, como el hipnosapo peludo que ganó las primeras encuestas. El leopardo de las nieves protegido por Putin, la liebre y el oso polar llegaron de la mano de Ded Maroz, el Santa Claus eslavo, que fue retirado de la lista cuando descubrieron que los derechos de propiedad de los símbolos olímpicos pasan para siempre al COI. De no darse cuenta, las futuras navidades rusas hubieran financiado los gastos de representación de los miembros del comité, famosos por su reticencia a la austeridad e interés por la participación masiva.