Existen muchas formas de esclavitud, algunas tan graves y sin embargo tan próximas y dolorosas que el humor no parece suficiente para aliviarlas. Otras, de otra índole menos tangible, proceden de los propios individuos, de la forma de vida que se quiere adoptar, de las decisiones tomadas y de las opciones descartadas. Se dice que una persona es dueña de sus silencios y esclava de sus palabras.
Cuando Verdi compuso Nabucco, se encontraba en uno de los peores momentos de su vida; las enfermedades le arrebataron a su joven esposa y a sus dos pequeños, su carrera no terminaba de despuntar y su tierra natal era parte del Imperio Austríaco.
Los estudios recientes indican que se ha exagerado la influencia de Verdi en el Risorgimento, en el movimiento nacional que condujo a la unificación italiana. Posiblemente la gente no hubiera gritado ¡Viva Verdi! si hubiera sido más peligroso que proclamar abiertamente «Viva Vittorio Emanuele, Re D’Italia!. No se hubieran andado con eufemismos si no lo hubiese sido, pero aún así, no hay que subestimar el poder de la música, de los cánticos patrióticos pegadizos y de la añoranza que despertó el coro de los esclavos hebreos de Nabucco, el himno oficioso de Italia.
Al menos, cuando nuestra libertad se ve injustamente limitada, siempre nos queda cantar, posiblemente el medio menos natural de expresanos y sin embargo el que más cerca llega al alma.
Ve pensamiento, con alas doradas
pósate en las laderas y en las colinas,
donde tibias y suaves emanan
las dulces esencias de la tierra natal